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Essay / Human Rights

Enfrentarse al COVID-19 siendo un trabajador esencial e indocumentado

La pandemia ha hecho visibles las vulnerabilidades que enfrentan a diario muchos inmigrantes indocumentados en los Estados Unidos.
Covid undocumented essential worker

Muchos inmigrantes en EE. UU. continúan trabajando en la agricultura y otros sectores esenciales, en medio de nuevos protocolos de seguridad ante la pandemia.

Brent Stirton/Getty Images

Recuerdo que era una tarde a mediados de abril de 2020, yo estaba sentada en la mesa de la cocina, trabajando desde casa en la computadora, cuando el teléfono sonó. Salté para contestarlo. Escuché la voz de mi amiga Eloise al otro lado de la línea. [1] Todos los nombres, excepto el de la autora, se han cambiado para proteger la privacidad de las personas.

“Tengo malas noticias”, dijo. “Herminio ha sido hospitalizado por COVID”.

Eloise también había contraído el virus, pero la habían enviado a casa para recuperarse. Herminio, su novio desde hacía 10 años, tuvo que permanecer en el hospital por complicaciones vinculadas a su diabetes.

Me costó imaginar a Herminio, de espíritu jovial, atrapado en una cama de hospital. Sabía que su trabajo como chofer que traslada a pacientes a sus citas médicas, lo ponía en riesgo de contraer COVID-19. No obstante, me sorprendió saber que su caso era realmente serio. A pesar de padecer diabetes, Herminio era un hombre de 52 años relativamente sano, que no fumaba ni bebía.

Cuando la pandemia llegó, Herminio, como cualquier otro de los denominados “trabajadores esenciales”, se encontró en una posición precaria, exacerbada todavía más debido a su condición de inmigrante indocumentado de México.

Conocí a Herminio gracias a un estudio que llevo a cabo sobre los inmigrantes indocumentados en San Diego, California, que forma parte de mi trabajo de tesis doctoral en antropología. Herminio es uno de los participantes de dicho estudio. Mi investigación se enfoca en los inmigrantes que no han podido obtener el estatus de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA por sus siglas en inglés). DACA, una Orden Ejecutiva de 2012, emitida por el entonces presidente Barack Obama, otorga protección a los jóvenes indocumentados contra la deportación y concede un permiso de trabajo renovable cada dos años, siempre y cuando cumplan con ciertos criterios.

La gente mostrando su apoyo al programa DACA en un mitin afuera de la Corte Suprema de los Estados Unidos, en Washington, D.C., en junio pasado.

Yo misma soy una beneficiaria de DACA, por lo que mi tema de estudio es también un tema personal. Durante los últimos cuatro años, he visto a la administración de Donald Trump intentar traerse abajo el programa por completo. A pesar de ello, considero que estoy en una posición relativamente privilegiada. Mientras que los beneficiarios de DACA, como yo, hemos recibido una gran cantidad de cobertura noticiosa, unos 10,3 millones de inmigrantes indocumentados en los Estados Unidos carecen de dicho estatus de protección migratoria. Estas personas a menudo quedan fuera de las discusiones públicas sobre los derechos y la protección que debe brindarse a los inmigrantes en este país; y son precisamente esas disparidades las que se han vuelto aún más evidentes durante la pandemia actual.

Muchas personas indocumentadas no pueden trabajar virtualmente desde la seguridad de sus hogares y tampoco son elegibles para recibir los cheques de estímulo y/o los beneficios de desempleo que están disponibles para los ciudadanos estadounidenses. Esto no les deja otra opción que seguir en su trabajo, a pesar de los riesgos. En el caso particular de California, el gobierno estatal ofreció una esporádica ayuda para los inmigrantes indocumentados: una subvención única de $500 por persona o $1.000 por hogar. Pero debido a los limitados fondos del programa, solo unos 150.000, de los cerca de 2 millones de inmigrantes indocumentados que se estima viven en el estado, pudieron recibir dicha ayuda.

Mi investigación me ha permitido vislumbrar que, bajo las vigentes políticas de inmigración de los EE. UU. y en el contexto de la actual pandemia, las vidas de muchas personas indocumentadas se han vuelto prescindibles. Los científicos sociales a menudo se refieren a las personas con el estatus social más bajo en la sociedad estadounidense como personas con un “estatus abyecto”, lo que significa que pueden ser “desechadas” o “descartadas”, ya sea mediante la deportación o la muerte.

El nuevo presidente de los EE. UU., Joe Biden, se ha comprometido a restablecer DACA, sin duda ello es un primer paso positivo. Pero lo que los inmigrantes indocumentados realmente necesitan es un camino hacia la residencia permanente y la ciudadanía.

DACA nació del deseo de ayudar a las personas indocumentadas que fueron traídas a los EE. UU. cuando eran bebés, niños o adolescentes. Estos inmigrantes, conocidos como la “generación 1.5”, no encajan perfectamente en las experiencias de inmigrantes de primera o segunda generación (las personas que salen de sus países de origen para reasentarse en los EE. UU. se consideran de primera generación, mientras que los nacidos en los EE. UU. de padres inmigrantes se definen como de segunda generación). Los miembros de la generación 1.5 fueron traídos e inmersos en la sociedad estadounidense a edad temprana; la mayoría ni siquiera guarda recuerdos de su país de origen.

Desafortunadamente, el programa DACA no incluyó a todos los que forman parte de la generación 1.5. Muchos fueron excluidos por su edad, por su fecha de arribo a los EE. UU., por delitos legales menores u otras circunstancias.

Otros eran elegibles al programa, pero optaron por no postularse o renovar su estatus, en parte por los altos costos involucrados: una tarifa de solicitud requerida de $495, pagada a los Servicios de Ciudadanía e Inmigración de EE. UU., más honorarios de abogados, que daba un total de alrededor de $1.000. De un estimado de 1,9 millones de personas elegibles para DACA en 2013, el 40 por ciento no aplicó al status por estas u otras razones.

Bajo las vigentes políticas de inmigración de los EE. UU. y en el contexto de la actual pandemia, las vidas de muchas personas indocumentadas se han vuelto prescindibles.

Algunos inmigrantes estaban en el proceso de solicitud al programa cuando la administración de Trump anuló DACA en septiembre de 2017. Aunque la Corte Suprema dictaminó en junio de 2020 que el programa podría mantenerse, no se aceptaron nuevas solicitudes hasta diciembre 2020.

Mi investigación se sumerge en estas complejidades al examinar cómo los inmigrantes indocumentados sin estatus DACA experimentan el mundo y cómo su estatus legal migratorio influye en sus decisiones de vida.

Como muchos de los indocumentados de la generación 1.5, Herminio no era elegible para DACA. Herminio tenía 13 años en 1981, cuando su familia lo trajo sin autorización ni documentos a los Estados Unidos desde México. Esto significa que Herminio tenía 44 años cuando se anunció DACA, más allá del límite de edad de 31 años requerido para calificar al programa.

Herminio ya había perdido otra oportunidad en el camino hacia la ciudadanía estadounidense. Cuando tenía 17 años, el Congreso aprobó la Ley de Control y Reforma de la Inmigración de 1986. Dicha ley permitía a ciertos inmigrantes indocumentados solicitar un estatus legal temporal y luego permanente. Herminio calificaba para postularse, pero la solicitud costaba $185, más los honorarios del abogado. Esa cantidad era mucho dinero para el joven Herminio, que en ese momento ganaba menos del salario mínimo como trabajador informal en un almacén de envíos de un periódico pequeño en Los Ángeles. Decidió no aplicar.

Mirando hacia atrás, Herminio parecía arrepentirse de haber tomado esa decisión “inmadura”. Me admitió que a esa edad prefería gastar el poco dinero extra que tenía para viajar, salir a bailar e ir a conciertos con amigos. Pero también describió la situación en la frontera como más fluida en ese entonces. A diferencia de hoy, ningún muro gigante separaba a San Diego, en el lado estadounidense, de Tijuana, en el lado mexicano, por lo que los indocumentados podían entrar y salir más fácilmente.

Posteriormente, Herminio consultó con varios abogados de inmigración sobre otras posibles vías legales hacia la ciudadanía. Todos le dijeron que no podría obtener un estatus legal porque lo detuvieron cruzando la frontera ilegalmente cuando él tenía alrededor de 18 años.

Conforme pasaron años, Hermino se mudó de Los Ángeles a San Diego y tuvo tres hijas y dos hijos, todos nacidos en los EE. UU. Trabajaba largas horas como gerente de distribución nocturna en otra compañía de periódicos local para mantener a su familia.

En California, un grupo de trabajadores agrícolas extranjeros, con visas temporales de trabajo, esperan en fila para que les tomen su temperatura antes de iniciar su jornada.

Desafortunadamente, la empresa entró en bancarrota en 2020. Herminio perdió el trabajo que había tenido durante más de 20 años. Se sintió devastado, pero en cierta forma también agradecido de que sus hijos eran ya adultos y no dependían económicamente de él.

Herminio encontró un nuevo trabajo, llevando pacientes a sus citas médicas. Apenas ganaba el salario mínimo, luchaba para llegar a fin de mes y trabajaba horas extras para mantenerse a flote. Aun así, a él le daba mucha alegría poder ayudar a las personas llevándolas a sus citas y procedimientos médicos que podían hacer la diferencia entre la vida y la muerte, tales como la diálisis.

“Cuando llega el momento de que empiece mi turno, estoy tan feliz que salgo casi brincando de aquí hasta mi van del trabajo”, me dijo una mañana con una gran sonrisa, mientras tomaba un café.

Pero eso fue, por supuesto, antes de que se enfermara.

Después de que Herminio y Eloise contrajeron COVID-19, me comunicaba con ellos con frecuencia. Cuando volvimos a hablar una semana después de la llamada inicial de Eloise, ella ya se estaba recuperando de la enfermedad. Pero el estado de Herminio había ido de mal a peor.

“Lo acaban de conectar a un respirador artificial, y lo van a tener que poner en coma inducido”, me dijo Eloise, con la voz temblorosa.

Calificar un trabajo de “esencial” no garantiza en realidad más salario, mejores condiciones laborales o acceso a beneficios, como la atención médica.

Herminio, inconsciente, respiró a través de una máquina durante más de un mes. Entonces las cosas empezaron a mejorar. A finales de mayo salió del coma y fue trasladado del hospital a un centro de rehabilitación. Todos pensamos que lo peor había pasado.

Entonces, inesperadamente, Herminio dio otro giro. Los médicos no están seguros de qué sucedió; tal vez sufrió un pequeño infarto o un derrame cerebral leve. Pero solo cinco días después de llegar al centro de rehabilitación, Herminio fue vuelto a poner en estado de coma inducido y se le volvió a conectar a un respirador.

A principios de agosto, los órganos de Herminio comenzaron a fallar. Los médicos le dijeron a su familia que no podían hacer nada más.

Cuando volví a hablar con Eloise, ella acababa de despedirse de Herminio vía FaceTime. Como ella no era un miembro de la familia, no se le permitía entrar en la habitación del hospital, por lo que los hijos de Herminio habían sostenido la cámara del teléfono frente a la cara de su padre por última vez, antes de que apagaran las máquinas que lo mantenían aferrándose a la vida.

Eloise comenzó a llorar. Todo lo que pude hacer en ese momento fue llorar con ella, al otro lado de la llamada telefónica.

Herminio se aseguraba de que quienes estaban enfermos recibieran atención médica. Como tal, era un “trabajador esencial”, una etiqueta impuesta y que ha llegado a redefinir muchos trabajos de remuneración baja, pero necesarios durante la pandemia.

Los inmigrantes realizan muchos de estos trabajos esenciales en los EE. UU., especialmente en la agricultura. En la superficie, este cambio retórico para llamarlos “trabajadores esenciales” durante la pandemia implica un reconocimiento de la importancia social de la mano de obra inmigrante.

Sin embargo, calificar un trabajo de “esencial” no garantiza en realidad más salario, mejores condiciones laborales o acceso a beneficios, como la atención médica, ni tampoco su mayor visibilización social. Como un claro ejemplo, los trabajadores agrícolas en el estado donde vivo, California, continuaron trabajando durante la pandemia y los devastadores incendios forestales este verano sin ningún aumento salarial.

Los especialistas antiinmigrantes, particularmente bajo la administración Trump, a menudo afirman que los inmigrantes indocumentados necesitan “hacer fila” y esperar su turno para recibir la ciudadanía. Pero para muchas personas, no existe tal fila. La actual ley de inmigración de los EE. UU. no proporciona ninguna opción o vía factible para que personas como Herminio legalicen su estado de ciudadanía en este país.

La falta de protecciones gubernamentales integrales para los inmigrantes indocumentados en los EE. UU., antes y durante la pandemia, significó para Herminio no tener otra opción más que seguir trabajando. Arriesgó su vida y finalmente la perdió.

El funeral de Herminio, que se muestra aquí, se llevó a cabo en Tijuana, México, a fines de agosto.

A veces me preocupa que yo también fallezca sin poder cambiar mi estatus legal. Para algunos, esta preocupación puede parecer trivial. Después de todo, ¿por qué importaría mi estado de ciudadanía una vez que muera?

Sin embargo, muchos de los que somos indocumentados compartimos esta preocupación. Herminio una vez me dijo que deseaba que Dios no lo dejara morir sin antes arreglar su estatus legal.

Cuando considero esa posibilidad de que pueda morir sin tener un estatus migratorio legal, pienso en lo que eso significaría para mi familia. Podría morir sin haber podido regresar a mi país de origen y sin ver a algunos de mis familiares, a quienes no he visto en persona desde que mis padres me trajeron a los EE. UU. a la edad de 5 años.

Tras la muerte de Herminio a finales de agosto, su familia decidió repatriar su cuerpo a México. Una campaña de crowdfunding en el sitio GoFundMe recaudó más de $6.000 para ayudar con los costos funerarios. Cerca de 500 personas asistieron a la celebración de su vida en Tijuana, tantas que la policía mexicana tuvo que detener el tráfico y escoltar la procesión fúnebre. Si bien no pude asistir al funeral de Herminio en persona, estuve allí en espíritu.

Durante la pandemia, el trabajo de inmigrantes indocumentados como Herminio puede considerarse “esencial” para el funcionamiento de la economía estadounidense. Pero eso significa poco si las leyes no cambian para proteger y honrar íntegramente la vida de los inmigrantes indocumentados.

Linda E. Sánchez es una antropóloga cultural cuyos intereses de investigación incluyen a los inmigrantes menores de edad no acompañados, la generación indocumentada 1.5 y Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA por sus siglas en inglés). Recibió su licenciatura y maestría de la Universidad Estatal de San Diego y actualmente es candidata al doctorado en antropología en la Universidad de California, Irvine, con un énfasis de posgrado en estudios chicanos. Su trabajo de tesis doctoral se enfoca en personas que no pudieron recibir el beneficio de DACA. Sánchez es la autora de “Cuando obtuve DACA, me obligaron a volver a un nombre que había dejado atrás” y coautora de “Colaboración insurgente” (con Susan Bibler Coutin).

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