Un ‘recentramiento’ radical de la dignidad
En una entrevista en octubre de 2019, el presidente chileno Sebastián Piñera hizo unas declaraciones que muy pronto se volverían en su contra. “Miren a América Latina”, dijo. “Argentina y Paraguay están en recesión, México y Brasil estancados, Perú y Ecuador en profunda crisis política y en este contexto, Chile parece un oasis porque tenemos una democracia estable”.
Un día después, Chile ardía en llamas.
Lo que comenzó como un grupo de estudiantes saltando torniquetes en respuesta a un aumento de 30 pesos en las tarifas del metro, pronto se convirtió en una protesta nacional en contra de la desigualdad económica.
“Nadie lo vio venir”, fue la frase repetida por las élites políticas. Al igual que Piñera, se aferraban a la idea del excepcionalismo chileno, o la reputación del país por su estabilidad política y económica. No lograron ver el creciente descontento respecto al alto costo de la atención médica, las bajas pensiones y la percepción de una falta de empatía por parte de los políticos.
Sin embargo, muchos chilenos sí lo vieron venir. Indignados, citaban declaraciones de funcionarios gubernamentales que demostraban lo desconectados que estaban de la lucha diaria de la clase media y trabajadora. En julio de 2019, un subsecretario del ministerio de salud llegó a argumentar que en las mañanas se formaban filas afuera de los consultorios porque a la gente le gustaba socializar. En realidad, la gente hacía las colas para conseguir una cita médica en el día. Y en octubre, al comentar sobre el aumento de las tarifas del metro, el ministro de economía sugirió que, si la gente se levantara antes, podrían pagar las tarifas más bajas del día. Muchos chilenos que viajan desde temprano solo para llegar al metro encontraron este comentario particularmente insultante.
El 25 de octubre, más de un millón de personas marcharon en Santiago exigiendo reformas sociales. “No son 30 pesos, son 30 años”, gritaban en alusión al 30 aniversario de la transición del país de la dictadura a la democracia.
Yo observaba las protestas como una antropóloga que ha pasado los últimos años entrevistando a chilenos sobre sus recuerdos del plebiscito de 1988. En ese histórico referéndum, el país tuvo la opción de votar SÍ a ocho años más del dictador Augusto Pinochet o NO para volver a las elecciones democráticas. En aquel momento, el movimiento a favor de la democracia decidió que no podía simplemente pedirle al pueblo que votara en contra de Pinochet. Necesitaban pedirles a los chilenos que votaran por algo. El eslógan de la campaña del NO, que convenció al 56 por ciento de la población, era: “La alegría ya viene”.
El grafiti que saturó los muros de Santiago durante las protestas de 2019-2020 se hizo eco de las promesas de 30 años atrás en aquella campaña por la democracia: La alegría no llegó así que fuimos a buscarla. Nos deben una vida. Una vida digna.
Al igual que en las protestas en Europa Central y del Este en 1989, en España y el Medio Oriente en 2011, en Ucrania en 2014 y en Hong Kong desde el 2014, “dignidad” sería el leitmotiv en Chile en los meses siguientes. Los gritos de protesta utilizados en la década de los 80 para exigir libertad se adaptaron para exigir dignidad, y los manifestantes rebautizaron la plaza central de la ciudad como Plaza de la Dignidad.
Mientras observaba la evolución de las protestas, me preguntaba por qué “dignidad” era la palabra elegida. ¿Qué exigían exactamente los manifestantes? ¿Podrían lograrlo?
La actual constitución de Chile fue redactada bajo la dictadura de Pinochet y aprobada en 1980 en un plebiscito sin garantías democráticas. Como ha señalado la politóloga Claudia Heiss, los bienes sociales como la salud y la educación se enmarcan en esa constitución básicamente como “libertades”. Esto ha llevado a un sistema que no solo fomenta, sino que asegura un mercado privado para los servicios básicos.
A lo largo de la década de 1980, Chile atravesó un período de reformas neoliberales que intensificaron las desigualdades estructurales. Una reforma, por ejemplo, aprobó un sistema de pensiones que se basa en la capitalización individual administrada por empresas privadas. Para incentivar a los trabajadores a cambiarse a este sistema, la tasa de cotización se fijó al mínimo, para que así se aumentara el salario neto. Pero, a medida que se jubile la primera generación que utilice este sistema, aproximadamente el 80 por ciento recibirá una pensión equivalente a menos del salario mínimo.
Incluso después de la vuelta a la democracia en 1990, hacer reformas significativas a la constitución actual ha demostrado ser política y legalmente difícil. Y, con la mayoría de los chilenos luchando para cubrir los gastos diarios, muchos sienten que no están viviendo la vida digna y alegre que se les prometió hace 30 años.
A medida que las protestas contra la desigualdad económica continuaban durante el año pasado, más y más chilenos manifestaron que la creación de una nueva constitución sería el camino hacia la dignidad.
Para el escritor y periodista chileno Patricio Fernández, que narró las protestas en su libro Sobre la marcha, la palabra dignidad llegó a significar: “Mírame, aquí estoy. No soy transparente”. Fue una palabra, según me dijo, que hoy se vincula con la lucha del pueblo Mapuche.
Los Mapuche son el grupo indígena más grande de Chile. Cabe destacar que los manifestantes han llevado la bandera mapuche —y no la de los partidos políticos— en las manifestaciones que continuaron durante gran parte de 2020 en varias regiones de Chile. Para Ramona Reyes Painequeo, la única mujer alcalde Mapuche del país, el uso de la bandera es motivo de orgullo. Reflexionando sobre la respuesta violenta de la policía hacia los manifestantes, ella me dijo: “Ahora el resto del país está experimentando un poco de lo que siempre han vivido los Mapuche”.
Marcelo Catrillanca, padre de Camilo Catrillanca, un hombre Mapuche asesinado por la policía en 2018 y cuyo rostro ha aparecido en carteles de protesta y grafitis en toda la ciudad, considera el uso de símbolos Mapuche un acto de empatía y reconocimiento. “La gente ve ahora que nuestra lucha siempre ha sido por la dignidad”, me dijo en febrero de 2020.
Para el antropólogo Michael Jackson, profesor de la Harvard Divinity School, usar una palabra como dignidad es una forma de llegar a lo que él llama el “imperativo existencial” o la necesidad humana de “luchar por un equilibrio aceptable entre ser actores y ser objeto de acción, hablar y que nos hablen, tener y no tener, dar y recibir, y aceptar las cosas como son, incluso mientras nos esforzamos por mejorar nuestra suerte”. Aunque la dignidad es de difícil definición en muchos sentidos, siempre implica un proceso continuo de reconocimiento mutuo entre las personas.
¿Serán suficientes estos cambios? Como nos recuerda Jackson, es imposible medir bienes existenciales como la dignidad. No existe una fórmula matemática que asegure que el proceso constitucional de Chile produzca la vida digna que la gente está exigiendo. Pero quizás el aspecto más excepcional de este proceso es que una amplia mayoría de los chilenos ha estado de acuerdo con su pertinencia. Significativamente, el consenso en torno a la necesidad de cambio es mayor ahora que durante el plebiscito de 1988.
Puede ser que Chile nos esté mostrando un movimiento hacia la dignidad a través de lo que yo llamaría un ‘recentramiento’ radical. Con esto no me refiero a un movimiento gradual hacia el centro a través del colapso de la división derecha / izquierda, sino más bien a reimaginar la política del adversario.
Al aceptar que es hora de una nueva constitución escrita en democracia, Chile estaría demostrando que existe política después de la polarización, una lección de la que muchos otros países, incluido los Estados Unidos, podrían aprender. A través de un movimiento para volver a centrar las discusiones políticas en torno a los valores fundamentales de empatía, libertad y dignidad, Chile comenzaría a responder a la indignación de aquellos que han sentido que son los que sobran durante tanto tiempo.