Cuando regatear al sistema es el único camino para crear una familia
Sonsoles y su pareja deseaban adoptar un niño o niña. [1] [1] Todos los nombres en este artículo, excepto en el caso de las autoras, son seudónimos utilizados para proteger la identidad de las personas entrevistadas. Vivían en un bonito barrio de Barcelona y, según explicó Sonsoles, se consideraban idóneos para adoptar. Era una pareja agradable y cariñosa que planeaba dedicarse a su hijo o hija. Probablemente no conocían las cifras exactas, pero la mayoría de parejas que solicitaban una adopción en España eran consideradas idóneas―97,4 por ciento en 2016. Aunque no temían una denegación, para su sorpresa, le denegaron la idoneidad sobre la base de que su casa no era adecuada para un niño o niña.
La inesperada denegación llevó a Sonsoles a tomar una serie de medidas que frecuentemente toman las parejas que solicitan una adopción: presentar sus casas y sus vidas de acuerdo a los rumores y conjeturas, ya que no disponía de ninguna información precisa sobre los requisitos no escritos acerca de lo que se presume que son unos buenos padres. Una adecuación que ejerce una presión y un estrés injustificado sobre las familias, que en algunos casos las pone ante un horrible dilema moral.
La razón que dieron a Sonsoles y su pareja para denegar la adopción era de índole logística: la habitación destinada al niño o niña, ubicada en la planta baja de su casa, se conectaba por la escalera de un patio interior con su dormitorio, ubicado en la primera planta. Sonsoles ya había considerado que esa distribución no era la ideal para un niño o niña, pero planeaba solucionarlo colocando la cuna en una esquina de su habitación o en el espacio de trabajo adyacente a la misma. No obstante, juzgó que no convenía mencionar explícitamente esa solución al creer en un requisito no escrito que establecía que los bebés no deben dormir en la habitación de sus padres. Sin embargo, por encima de todo, Sonsoles pensaba que le habían denegado la idoneidad por el color con que se teñía el pelo y por su actitud poco convencional hacia la maternidad y el matrimonio: no ocultó que no había intentado tener un hijo o hija biológica con su pareja y pensaba que eso se veía extraño a ojos de quienes habían evaluado su idoneidad.
Para Sonsoles, y para otras personas a las que hemos tratado en nuestras investigaciones como antropólogas sociales, la casa, núcleo fundamental de la evaluación de idoneidad, parecía reflejar las proyecciones de quienes realizan la evaluación sobre cómo debería ser, parecer y actuar una familia, con frecuencia remedando valores de clase media, con normas tradicionales de género y anticuados códigos morales.
En ese sentido, ¿son estos requisitos no escritos realmente requisitos, o son asunciones erróneas de las familias? ¿No sería mejor que las autoridades fueran más precisas, además de más flexibles, sobre las expectativas acerca de la “casa” y la “familia”? ¿O será que, dejar cierto margen en la evaluación, a algunos funcionarios les proporciona un espacio para sus juicios basados en su sentido común al valorar a las futuras familias? No hay respuestas claras a estas preguntas, y eso deja a las familias atrapadas en un sistema ineficaz, y a veces desgarrador, al no poder elaborar estrategias para predecir qué quieren exactamente las autoridades.
En la primera década del siglo XXI, España alcanzó uno de los más altos índices de adopción del mundo. En 2004, el año de más adopciones internacionales en España, se realizaron 12,4 adopciones cada 1.000 nacimientos, en comparación con las 5,54 por 1.000 en EE UU en el mismo año.
Dado este alto índice de adopciones internacionales, las fallas en el sistema se hicieron evidentes. La mayoría de solicitantes son aprobados en España, en un sistema que ha permitido el acceso a algunas familias que más tarde dejaron la custodia de sus hijos o hijas en manos del Estado. Existen pocos datos fiables sobre adopciones truncas en España. No obstante, una investigación de la psicóloga Ana Berástegui, realizada en Madrid a principios de la década de 2000, y un análisis elaborado por funcionarios catalanes de bienestar infantil en 2016, publicado en el diario La Vanguardia, sugieren que el 1,5 por ciento de las adopciones fracasan. Una tasa que aumenta al 6 por ciento en los casos en que los niños o niñas son mayores de 6 años en el momento de la adopción, lo que es cada vez más habitual a medida que la demografía de la infancia adoptable está cambiando. Según cifras de EE UU, el 16,5 por ciento de los niños y niñas adoptados internacionalmente en 2007 tenía 5 años o más, cifra que, para 2014, había alcanzado el 39 por ciento. Las tasas de fracaso de adopción en España son similares (en algunos casos incluso menores) a las de otros países ricos aunque, por supuesto, cada fracaso representa un enorme trastorno en la vida del niño o niña y de su familia.
Cuando, como antropólogas, nos propusimos estudiar la adopción en España en la década de 2000, en colaboración con la antropóloga lingüista Susan Frekko, encontramos solicitantes que luchaban por comprender el sistema. Sabían, por ejemplo, que se les pedirían fotos de la casa donde viviría la niña o niño, pero no sabían qué era lo que la convertía en una “buena casa,” de la misma manera que nadie les explicó nunca a qué se referían con la rimbombante frase “el mayor interés del menor.” Ante la ausencia de información, buscaron en foros on line de familias adoptivas qué era lo que realmente importaba a los trabajadores sociales. Y muchas de las historias que recogieron señalaban a la casa como uno de los criterios más importantes, en particular si tenía las condiciones “adecuadas” para que duerma un niño o niña.
La “adecuación” de la habitación para un niño o niña es relativamente sencilla de medir, más factible que, por ejemplo, la empatía o la paciencia, así como su “inadecuación” es fácilmente argumentable para denegar una idoneidad. Pero, así como ese no es el mejor―o el único―criterio para asegurar una buena crianza, también es cierto que, según las ciencias sociales que estudian la adopción, el peso dado a la habitación del niño o niña está muy extendido en los procesos de adopción en todo el mundo occidental.
Un estudio de 2017, sobre cómo incidían en los niños o niñas las condiciones en que dormían, concluyó que los bebés de 4 meses o mayores que comparten habitación con sus padres―práctica recomendada hasta la edad de un año, según la Academia de Pediatría de EE UU―tienen más probabilidades “de dormir menos durante la noche tanto en el corto plazo como en el largo, de reducir la consolidación del sueño y de tener prácticas de sueño inseguras asociadas a la muerte relacionada con el mismo.” (En los primeros meses, se recomienda dormir en la misma habitación, pero no en la misma cama para prevenir el síndrome de muerte súbita infantil.) Los resultados del estudio mostraron que, si padres e hijos comparten la habitación, se cuadruplican las posibilidades de que también compartan la cama, lo que es altamente desaconsejable por la pediatría convencional. La difusión del estudio en el mundo, incluida España, tuvo un singular impacto en las familias preocupadas por la protección de sus hijos e hijas.
Las preocupaciones sobre el sueño compartido no son nuevas, tienen su origen en las nociones de decencia y decoro del siglo XIX, una época en que los debates sobre el sueño apelaban a la preservación de la intimidad conyugal, tanto para proteger la tasa de fertilidad nacional como la educación moral infantil. Es en leyes francesas de bienestar infantil de los siglos XIX y XX, centradas en la moralidad de los padres, que España abordó el bienestar infantil.
Actualmente, en sociedades que mantienen que las relaciones de sangre definen el parentesco, nos preguntamos si el sueño compartido de la familia adoptiva genera ansiedades adicionales. Tales preocupaciones parecen haber conducido a una visión idealizada, al “estilo Goldilocks,” sobre dónde debería dormir un niño o niña adoptada: ni muy cerca ni muy lejos. Es decir, debe estar en su propia habitación para tener privacidad, pero lo suficientemente cerca para permitir que los padres lo vigilen o disciplinen, a la vez que le proporcionan una sensación de seguridad.
Este es un ideal que no está mal, pero no siempre coincide con la realidad. No todas las potenciales familias viven en una casa “correcta” para dormir y nadie esperaría que un niño biológicamente emparentado con sus padres fuera expulsado de su hogar porque es “inadecuado” para dormir. Por otro lado, los estudios antropológicos han demostrado que dormir juntos o compartir la habitación con niños o niñas es una práctica muy extendida en todo el mundo y se asocia con resultados positivos, como el aumento de la lactancia materna, el buen funcionamiento del sistema nervioso y una sensación de “conexión social y psicológica” que proporciona el fundamento para la independencia posterior. Asimismo, en muchos lugares del mundo desarrollado, incluida España, aunque dormir juntos no sea la práctica prescrita, está reconocido como una opción habitual y cómoda para lograr que todos duerman.
Sin embargo, el falso ideal parece persistir entre los funcionarios de la adopción. La existencia de una habitación al “estilo Goldilocks” puede servir para algunos propósitos útiles: habla del bienestar financiero de quienes solicitan una adopción e implica que las potenciales familias suscriben cierto conjunto de valores de clase media. Todo ello no equivale, claramente, a ser un buen padre o madre. E, irónicamente, algunas familias solicitantes son rechazadas por tener el segundo dormitorio en un nivel diferente al del dormitorio principal, pero otras no. La casa, entonces, parece ser un recurso utilizado por quienes realizan la valoración de idoneidad―equipos constituidos por profesionales de la psicología y del trabajo social en España―para justificar una denegación en ausencia de requisitos explícitos. En otras palabras, dado que las características exactas de una habitación al “estilo Goldilocks” no son universales, en la evaluación de la vivienda parecen estar en juego factores no revelados.
Estos criterios arbitrarios, al menos desde la percepción de las familias, tienen efectos concretos sobre el modo en que las familias se preparan para la evaluación de idoneidad. Clara y David, antes de presentar su solicitud de adopción, sabían que tendrían que adaptar su apartamento de un dormitorio en Barcelona. En esta ciudad densamente poblada, muchas viviendas tienen 70 metros cuadrados o menos y adaptarlas requiere de un trabajo considerable y de muchas tramitaciones y permisos. Así, aunque pagaron a un arquitecto que realizó los planos de dos habitaciones adicionales, no obtuvieron permiso del Ayuntamiento para realizar la adaptación. Ante ello, decidieron alquilar su apartamento y arrendar uno más grande cerca. El piso que alquilaron tenía dos dormitorios, pero aun así les preocupaba que fuera considerado inadecuado porque el dormitorio principal estaba arriba y la habitación destinada al niño o niña por llegar, abajo. Al final, pasaron la inspección de la vivienda fácilmente. La trabajadora social “vio que … ella [la niña] tendría una habitación,” explicó David, y “no miró nada más.”
Como en el caso de Sonsoles, otros requerimientos no escritos que rigen la adopción también obligan a las familias solicitantes a escenificar sus vidas para la evaluación. Hay quienes dicen a las autoridades que ya han dejado de intentar tener descendencia biológica, cuando aún lo siguen intentando, porque eso es lo que “se supone que debes decir” cuando quieres adoptar. Otras personas tratan de borrar los indicios de una pareja del mismo sexo, ya que muchos “países emisores” de niños para adopciones internacionales no consideran adecuadas a las parejas del mismo sexo para la paternidad o maternidad. Nuria, por ejemplo, vació el recibidor de su casa de los abrigos que no eran de su talla o de su estilo, reorganizó los muebles de la sala y quitó los libros, la música y los artículos de tocador de su pareja para ocultar la existencia de la mujer que se convertiría en la otra madre del niño o niña que se proponían adoptar y, al legalizarse el matrimonio homosexual, en su esposa.
Sonsoles finalmente obtuvo un préstamo para comprar un piso que se ajustaba mejor a su comprensión de los requisitos no escritos sobre dormitorios para niños o niñas de familias adoptivas. Aunque nunca se mudó a él, colocó cajas y bolsas de IKEA en las diferentes estancias del nuevo piso y se reunió allí con la trabajadora social ilustrando su aceptación de la idea de la casa que necesitaban. También eliminó el teñido brillante de su cabello y le dejó claro a la trabajadora social―en un esfuerzo por evitar cualquier desaprobación de su pareja masculina―que solicitaba la adopción como monomarental. Su segunda solicitud fue exitosa. Aunque el alcance del subterfugio podría resultar incómodo, se puede decir que los esfuerzos de Nuria y Sonsoles hablan más de su desesperación y de cómo perciben la injusticia y arbitrariedad del sistema, que de su ética o idoneidad para ser madres.
La adopción es un proceso complicado y las presiones adicionales van en aumento a medida que el número de adopciones internacionales disminuye. La “disponibilidad” de niños y niñas para la adopción internacional se ha reducido drásticamente, en gran parte debido a los cambios de políticas en los países “emisores” dominantes como China y Rusia. A medida que crecen las listas de espera, ya que no ha disminuido la “demanda,” algunas potenciales familias se enfrentan al hecho de que independientemente del tiempo, del dinero y la preocupación que inviertan en el proceso, es posible que nunca logren adoptar un niño o niña.
Determinar cuál es la mejor manera de predecir quiénes serán padres o madres adecuados es un desafío que nosotras, como antropólogas, no pretendemos resolver. No obstante, podemos decir que el hecho de que los futuros padres y madres se vean obligados a poner en escena sus casas y sus vidas, parece contraproducente con el objetivo de ubicar a los niños o niñas en hogares afectiva y emocionalmente adecuados. Es desafortunado que padres y/o madres potencialmente buenos inviertan recursos valiosos obsesionados indebidamente con la adecuación de sus casas, que algunos padres y/o madres prospectivos terminen mintiendo sobre sus vidas y que las supuestas deficiencias de la casa se usen de excusa para enmascarar fundamentos inadecuados para denegar a una familia la idoneidad para adoptar.