Para las familias de seres queridos desaparecidos, las investigaciones forenses no siempre cierran el caso
CONOCÍ POR PRIMERA VEZ A SARMAYA —o Tía Sarmaya, como yo la llamaba— en el verano de 2020. [1] [1] Se han omitido los apellidos de los entrevistados para proteger su identidad. Mientras estábamos sentadas en su jardín, en un pueblo del norte de Azerbaiyán, la tía Sarmaya me habló de su hijo Mahir, que desapareció durante la primera guerra de Nagorno-Karabaj (1988-1994) entre Armenia y Azerbaiyán. Tras su desaparición, visitó a una adivina llamada Malahat. Malahat le dijo que su hijo estaba vivo. Se había casado con una mujer armenia y residía en Armenia con su familia. Malahat incluso le describió el aspecto de Mahir, incluida una cicatriz en la frente de un accidente sufrido en la infancia. Desde entonces, la tía Sarmaya se había aferrado a la esperanza del regreso de su hijo.
Vi a la tía Sarmaya por última vez en noviembre de 2022, cuando le pregunté si había recibido noticias de su hijo. Con la ayuda del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), el gobierno de Azerbaiyán acababa de iniciar el proceso de exhumación de fosas comunes con el objetivo de identificar restos humanos. Después de casi tres décadas de incertidumbre, muchos esperaban que estos métodos forenses aportaran claridad a los seres queridos de los desaparecidos.
La tía Sarmaya negó con la cabeza y enseguida añadió: “Sin embargo, Malahat me ha dicho que mi hijo vive. No está muerto”. Se le iluminó la cara y volvió a contar la historia. Falleció varias semanas después de nuestro último encuentro, en medio de las exhumaciones en curso en Azerbaiyán.
Según las oficinas del CICR en Azerbaiyán y Armenia, unas 3.890 personas están registradas como desaparecidas en la parte azerbaiyana y unas 400 en la parte armenia desde la Primera Guerra de Nagorno-Karabaj. La tía Sarmaya fue una de los numerosos familiares de desaparecidos que llegué a conocer como trabajadora humanitaria del CICR y, más tarde, como antropóloga.
Las disposiciones relativas al trato respetuoso, la identificación y el posible retorno de los restos mortales de las personas fallecidas a sus países de origen durante y después de los conflictos armados se incluyeron explícitamente por primera vez en el artículo 17 del Primer Convenio de Ginebra de 1949. Estos elementos se han convertido en componentes centrales de la labor humanitaria mundial. Para cumplir las normas jurídicas internacionales, el CICR recurre a tecnologías y conocimientos forenses cuando se enfrenta a las terribles consecuencias de los conflictos, los desastres y la migración.
Para muchos, la ciencia forense ha llegado a considerarse el único camino hacia la verdad y el cierre de las familias con personas desaparecidas. Pero los forenses no siempre pueden dar respuestas definitivas.
Por ejemplo, la aplicación de estos métodos requiere mucho tiempo, dinero y voluntad política. Los propios forenses admiten que la mayoría de los restos desaparecidos no pueden recuperarse a tiempo o no pueden recuperarse en absoluto. En tales situaciones, las intervenciones tecnológicas corren el riesgo de agravar la incertidumbre de los familiares al prometer un cierre que no pueden cumplir.
Más allá de estas limitaciones prácticas, los métodos forenses simplemente no son la única forma de aportar verdad y sanación a las comunidades que se enfrentan a la pérdida. Al igual que la tía Sarmaya, muchas de las personas que conocí relataron sus propias experiencias de adivinación, sueños, rumores y sensaciones corporales que les permitieron dar sentido a sus experiencias. En lugar de descartar estos métodos, mi investigación sugiere que los trabajadores humanitarios preocupados por proporcionar un cierre a las comunidades deberían dar importancia a estas historias y verlas como lo que son: estrategias de afrontamiento eficaces para hacer frente a pérdidas traumáticas y no resueltas.
LA CIENCIA FORENSE EN UNA ZONA DE CONFLICTO
El CICR ha estado a la vanguardia de los esfuerzos por esclarecer el destino de las personas desaparecidas tras la Primera Guerra de Nagorno-Karabaj, tanto en Azerbaiyán como en Armenia. Entre 2014 y 2022, la oficina de Azerbaiyán recogió muestras de ADN de miles de familiares de personas desaparecidas. El personal del CICR combina estos datos con historiales médicos, historias personales y cualquier otra información pertinente que pueda reunir para ayudar en la identificación de los restos humanos. Ahora están ayudando al gobierno a exhumar tumbas sin nombre. Hasta mayo de 2024, 73 personas han sido recuperadas e identificadas antes de ser devueltas a sus familiares.
Sin embargo, la investigación forense ha sido lenta, como pude comprobar de primera mano cuando trabajé allí de 2017 a 2019. Las razones de ello exigen comprender la historia de la región y la naturaleza prolongada del conflicto, incluidas las disputas sobre Nagorno Karabaj.
Conozca más sobre la investigación de la autora en este episodio del podcast SAPIENS: “Why Do We Eat at Funerals?” (¿Por qué comemos en los funerales?).
Azerbaiyanos y armenios coexistieron en el Cáucaso meridional durante muchos siglos, aunque no sin tensiones interétnicas y disputas territoriales. En 1920, los territorios de las actuales Armenia y Azerbaiyán pasaron a manos de la Unión Soviética tras un breve periodo de dos años de independencia del Imperio Ruso. Sus diversas poblaciones fueron sometidas gradualmente a políticas soviéticas que acentuaron las divisiones étnicas. Cuando la Unión Soviética empezó a desmoronarse a finales de los años ochenta, los conflictos entre los dos Estados desembocaron en la Primera Guerra de Nagorno Karabaj. Tanto las fuerzas armenias como las azerbaiyanas mataron y desplazaron por la fuerza a miembros de la etnia opuesta de sus territorios.
En Nagorno-Karabaj y los siete distritos circundantes, entre 1988 y 1994, hasta 600.000 ciudadanos azerbaiyanos se vieron obligados a abandonar sus hogares cuando las fuerzas armenias tomaron el control de estos territorios. Tres décadas de conversaciones diplomáticas no dieron ningún resultado. En 2020, Azerbaiyán lanzó una escalada militar a gran escala que duró 44 días, lo que se conoció como la Segunda Guerra de Nagorno-Karabaj, para recuperar el control de estos territorios. Desde entonces, algunos azerbaiyanos desplazados han regresado a estos territorios, aunque la mayoría no puede hacerlo debido a los peligros que entrañan las municiones sin detonar procedentes de décadas de conflicto. Esta situación también paraliza el proceso de exhumación en curso. Se presume que la mayoría de las fosas con restos humanos no identificados se encuentran en Nagorno Karabaj y en los siete antiguos distritos ocupados.
En septiembre de 2023, las tensiones volvieron a estallar. Más de 100.000 armenios se vieron obligados a huir de sus hogares en Nagorno Karabaj cuando Azerbaiyán impuso un bloqueo de nueve meses sobre el territorio, lo que provocó una crisis humanitaria. Tras una ofensiva militar de 24 horas del ejército azerbaiyano, la autoproclamada República de Artsaj en Nagorno-Karabaj se rindió y disolvió sus fuerzas armadas. El 1 de enero de 2024, la República de Nagorno Karabaj dejó de existir y su territorio se reintegró bajo control azerbaiyano.
La postura de Armenia en este conflicto se ha basado en el principio de autodeterminación. Dado que los armenios son mayoría en Nagorno Karabaj, sostienen que la región debe quedar bajo su administración. Por el contrario, el gobierno azerbaiyano afirma su derecho soberano a defender Nagorno Karabaj, que está reconocido internacionalmente como parte de Azerbaiyán.
Sin embargo, ambos argumentos son destructivos y perpetúan políticas excluyentes y divisorias. Las partes están aún muy lejos de encontrar una solución que beneficie a azerbaiyanos, armenios y a los demás grupos étnicos que habitan la región de una manera integradora y mutuamente respetuosa.
NAVEGAR LA INCERTIDUMBRE
Las comunidades que viven en medio de estos conflictos violentos y de larga duración a menudo se preguntan cómo, por qué y cuándo desapareció un ser querido. Los estudiosos que trabajan en diversas partes del mundo han documentado tanto los puntos fuertes como los límites de la ciencia forense a la hora de resolver estas incógnitas.
Algunas familias pueden ser reacias a vivir otro período de incertidumbre, años sin saber si la tecnología forense será capaz de cumplir su promesa de localizar, exhumar e identificar los restos de sus seres queridos mediante una coincidencia de ADN. Esta incertidumbre se agrava cuando solo se reciben restos parciales de los desaparecidos —un resultado habitual de las investigaciones forenses—, lo que dificulta la creación de una historia completa de la pérdida.
En otras ocasiones, como han descubierto los antropólogos, los equipos de búsqueda y las familias pueden tener diversos motivos para recurrir a otras fuentes en busca de apoyo, sobre todo cuando las circunstancias que rodean las pérdidas son científicamente inverificables o controvertidas por otros motivos. Por ejemplo, Heonik Kwon documenta cómo los equipos forenses que buscan sepulturas sin identificar de soldados desaparecidos en la guerra de Vietnam han recurrido a sueños y médiums de espíritus en busca de ayuda. Del mismo modo, Alexa Hagerty relata cómo los forenses que realizaban exhumaciones en Guatemala no podían diferenciar entre los cuerpos recuperados de dos hermanos asesinados por los militares en una masacre. Sin embargo, la familia llegó a la conclusión, a través de un sueño, de que habían encontrado el cuerpo del hermano menor, por lo que se realizó un funeral para él. En Uganda, Jaymelee Kim observa que la incapacidad de las intervenciones forenses para cumplir sus promesas ha exacerbado en ocasiones la angustia psicológica y espiritual entre los familiares supervivientes tras el conflicto del Ejército de Resistencia del Señor.
En mi investigación en Azerbaiyán, descubrí que la tía Sarmaya no era la única que iba más allá de los métodos forenses para navegar por la extrema incertidumbre. Una mujer, Reyhan, me contó repetidamente un sueño que había tenido sobre su marido Salim, que también desapareció en la guerra de los años noventa. Un año después de su desaparición, Reyhan soñó que había vuelto a casa, y que estaban tomados de la mano y hablando juntos. Sentía su mano caliente entre las suyas. Cuando se despertó, no había nadie, pero la mano que él le había tomado en el sueño estaba caliente. “Desde aquel día, he perdido la esperanza”, me dijo. “Significa que su alma vino a visitarme. Quizá fue el día de su muerte. En ese momento, pereció”.
El sueño de Reyhan sobre su marido desaparecido le hizo comprender su destino. Empezó a referirse a él como “mi difunto marido”. El sueño también le ofreció un mecanismo para procesar emociones complejas e interpretar con sentido sus experiencias vitales. Su sentimiento de certeza no aportó una resolución definitiva a su ambigua situación, pero la capacitó para tomar el control de cómo interpretaba su vida.
Ante una incertidumbre tan profunda, la cuestión no es si uno acepta las verdades personales de la Tía Sarmaya o de Reyhan; lo que importa es mantener un espacio para comprometerse de forma significativa con los seres queridos.
MÁS ALLÁ DE LA CIENCIA FORENSE
Todo esto no sugiere que deba despreciarse la ciencia forense. En algunas partes del mundo, las exhumaciones forenses han desempeñado y siguen desempeñando un papel importante a la hora de documentar atrocidades políticas y abordar las violaciones de los derechos humanos.
En Guatemala, por ejemplo, este tipo de investigaciones han sacado a la luz pruebas de asesinatos en masa patrocinados por el Estado durante la guerra civil, lo que ha contribuido a los esfuerzos actuales de justicia y reconciliación. Del mismo modo, en Argentina, los esfuerzos forenses han sido cruciales para descubrir la verdad sobre las atrocidades de la “guerra sucia”, aunque siguen existiendo problemas en la búsqueda de responsables. Recientemente, los organismos internacionales han pedido investigaciones forenses independientes en Gaza, a medida que aumentan las pruebas de que las fuerzas israelíes han cometido violaciones de los derechos humanos y crímenes de guerra contra los palestinos. En Ucrania, se han incrementado esfuerzos forenses para satisfacer las demandas actuales de identificación de desaparecidos y de documentación y prueba de crímenes de guerra, principalmente por parte de las fuerzas rusas.
Innumerables familiares de personas desaparecidas con los que he interactuado en Azerbaiyán también anhelan “tener un lugar donde llorar” a sus seres queridos desaparecidos, donde puedan recibir sus restos y darles sepultura. Las tecnologías forenses pueden desempeñar, y de hecho desempeñan, un papel crucial para que eso ocurra. Una mujer me dijo: “Envidio tanto a quienes pueden visitar las tumbas [de sus seres queridos]. Nunca he sido una persona envidiosa. Solo me da envidia no tener una tumba que visitar”.
Pero algunas familias siguen divididas sobre la conveniencia de proseguir o dar importancia a las investigaciones forenses.
En una familia que conozco, un hermano busca activamente los restos de Vugar, su hermano desaparecido. Su hermana, sin embargo, se opone a la búsqueda y se angustia ante los reportajes de televisión sobre nuevos restos óseos no identificados. El hermano tuvo un sueño en el que Vugar le preguntaba: “¿Por qué me buscás en los cementerios?”. La hermana ve este sueño como una prueba de que debe mantener la esperanza de que Vugar regrese sano y salvo.
Para atender mejor las necesidades matizadas de todas las personas afectadas por las desapariciones forzadas, los trabajadores humanitarios deben ir más allá de un enfoque limitado a la verdad científica y las tecnologías forenses. Deben reconocer el valor de incorporar a su trabajo historias personales, creencias compartidas y circunstancias políticas más amplias.
Este enfoque holístico, que puede reforzarse mediante la participación de antropólogos socioculturales en todas las fases de la labor humanitaria, puede permitir formas más adaptadas de atención a las comunidades afectadas —y abrir la puerta a otras formas de curación—.