¿Por qué (a algunos) humanos les encantan los chiles?
COMO UNA PERSONA que creció en Filipinas, siempre me han gustado las comidas picantes y muy condimentadas. Una comida filipina típica incluye una mezcla de salsa de soja, salsa de pescado, vinagre, cítricos y chiles, que se pueden utilizar para personalizar el sabor de un plato. Yo siempre me aseguro de añadir muchos pimientos rojos y verdes o una pizca de tabasco. En una ocasión, incluso planté algunas plantas de chile en el jardín de mi familia e intenté hacer salsa picante con mi primo Franz. [1] [1] No recomiendo a los lectores que lo intenten sin guantes: Acabamos quemándonos las manos. Muchos años después, durante la pandemia, volví a intentarlo y finalmente conseguí hacer mi propia salsa picante fermentando pimientos de cosecha propia con vinagre y sal, siguiendo guías como esta.
Cuando pasé una larga temporada en México en 2021, uno de los mayores placeres fue el picante de la comida, desde la salsa verde (una salsa verde normalmente condimentada con chiles jalapeños) hasta el aguachile (un plato parecido al ceviche típico de la costa del Pacífico mexicano, a base de gambas marinadas en lima y chiles, entre otros ingredientes). Más allá de los tipos de pimientos que se pueden comprar en los supermercados de muchos lugares del mundo —como habaneros, jalapeños y chiles de árbol—, había una desconcertante variedad de chiles de distintas formas, tamaños y niveles de picante. Desde el chiltepin, parecido a un grano de pimienta, hasta el cascabel, parecido a una campana.
De hecho, todos los chiles del mundo —incluidos los labuyos que solemos utilizar en Filipinas— proceden probablemente de las primeras plantas de chile domesticadas (Capsicum annuum) en lo que hoy es México. Se importaron como parte del intercambio colombino, que supuso la transferencia bidireccional de ideas, animales, plantas, enfermedades y personas entre el hemisferio oriental y las Américas tras el primer viaje transatlántico de Cristóbal Colón a finales del siglo XV.
Por impensable que pueda parecer hoy, las cocinas que hemos llegado a asociar con el picante —la india, la tailandesa, la coreana y la china, entre otras— no tenían chiles antes de su introducción a partir del siglo XVI. Antes, esas cocinas recurrían a otras especias o aromatizantes para añadir picante a los platos, como el jengibre, probablemente originario del sur de China, o la pimienta negra, originaria de la India.
¿Cómo llegaron los chiles a formar parte de la dieta humana empezando en las Américas, hace unos 6.000 a 10.000 años? ¿Y por qué acabaron siendo adoptados por el resto del mundo?
ESTAS PREGUNTAS ME FASCINAN no solo por mi amor personal por la salsa picante, sino porque, como antropólogo, me interesa profundamente cómo la cultura moldea nuestros sentidos humanos de la vista, el oído, el tacto, el olfato y el gusto.
Aunque nuestros sentidos corporales están mediados por varios receptores, la forma en que interpretamos los estímulos sensoriales depende de nuestras experiencias previas y nuestras preferencias personales, ambas influidas a su vez por los entornos en los que crecemos. Por poner solo un ejemplo, los antropólogos han investigado cómo incluso el color (es decir, cómo “veríamos” o percibiríamos visualmente un objeto concreto) no es universal, sino que difiere de unas sociedades a otras.
Algunos biólogos evolucionistas han propuesto que la propensión humana al picante es fruto de la necesidad. Sostienen que, como los pimientos (y otros alimentos picantes, como el wasabi) tienen propiedades antimicrobianas naturales que pueden ayudar a conservar los alimentos perecederos, los humanos desarrollaron el gusto por ellos, sobre todo en climas tropicales donde los alimentos se estropean con facilidad. (En la evolución de la propia planta del chile, la aparición de la capsaicina, que crea la sensación de quemazón de los chiles, parece estar relacionada con su capacidad para ahuyentar los hongos).
Por otra parte, investigadores en psicología han postulado que la preferencia de algunas personas por los alimentos que contienen capsaicina está relacionada con la búsqueda de emociones fuertes. Los psicólogos Paul Rozin y Deborah Schiller llegaron a esta conclusión en 1980, basándose en un experimento que consistía en dar a la gente dosis cada vez más picantes de chile. “Comer chile, montarse en montañas rusas, tomar baños muy calientes y muchas otras actividades humanas pueden considerarse casos de búsqueda de emociones excitantes o disfrute de ‘riesgos limitados’”, escribieron. Estudios más recientes han asociado la preferencia por el chile con rasgos de personalidad como la “búsqueda de sensaciones” y la “sensibilidad a la recompense”. La reciente popularidad de los concursos de comer chile puede considerarse un ejemplo extremo de estas tendencias.
Más allá de estas investigaciones biológicas y psicológicas, los antropólogos y especialistas en campos afines también han contribuido a comprender por qué determinados grupos tienden a preferir los alimentos más picantes trayendo a colación el elemento cultural. Como los antropólogos han documentado a lo largo de los años, los seres humanos pueden comer una gran variedad de alimentos —por lo que nuestras decisiones sobre qué comer a menudo reflejan mucho más que nuestras necesidades biológicas o psicológicas—. Reflejan nuestras sociedades y sus valores.
En algunas partes de México, por ejemplo, la preferencia por los alimentos más picantes está ligada a nociones de identidad nacional y regional. La historiadora cultural Esther Katz cita una expresión compartida por los indígenas mixtecos de Oaxaca: “Somos fuertes porque comemos puro chile”. La asociación entre el consumo de alimentos picantes y ciertos rasgos de la personalidad, como la valentía o el coraje, puede ser una forma de distinguirse de otros grupos, incluso de los que viven en el mismo país.
Para ilustrar aún más este punto, los chiles figuran en las identidades regionales de la China comunista, e incluso en las rivalidades regionales. Un dicho común dice: “Los de Sichuan no temen a los chiles picantes; ningún grado de picante asustará a los de Guizhou; ¡pero a los de Hunan les aterroriza la comida que no es picante!”. El líder de la revolución comunista, Mao Zedong, era oriundo de Hunan y relacionaba el espíritu revolucionario con la habilidad para tolerar el picante.
Se dice que Mao comentó: “Sin chiles no habría revolución”.
En algunos lugares, el picante también está relacionado con la identidad de género. Por ejemplo, en Japón, como ha investigado el antropólogo Jon Holtzman, tradicionalmente se esperaba que los hombres prefirieran el picante (y el alcohol) y que desdeñaran el dulce. En el siglo XX, las actitudes sobre las preferencias alimentarias han cambiado paralelamente a los cambios en las nociones de masculinidad de la sociedad japonesa, aunque a veces lo dulce se sigue asociando más con las mujeres y los niños.
POR SUPUESTO, NO hace falta decir que los gustos cambian con las sociedades. De hecho, algunos productos alimenticios que pueden parecer desagradables o incluso repugnantes para algunos pueden llegar a ser muy apreciados por otros. Por ejemplo, el producto para untar Vegemite se ha convertido en parte de la identidad nacional australiana, o los conejillos de indias, tradicionalmente comidos por las comunidades indígenas de los Andes, se han convertido en los últimos años en parte de la gastronomía peruana.
E incluso dentro de un mismo grupo, los individuos tienen sus propias preferencias. Asociar determinadas etnias con preferencias alimentarias puede dar lugar a generalizaciones inexactas y estereotipos perjudiciales. Una estudiante estadounidense, de octavo año de colegio, llamada Jacquelin Rojas resumió este punto de forma sucinta en un sitio web que invitaba a la gente a destilar sus pensamientos sobre la raza. “No a todos los mexicanos les gusta el picante”, escribió.