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Essay / Human Nature

¿Cómo evolucionó la capacidad de creer?

Un antropólogo rastrea el desarrollo de la fuerza más creativa y destructiva de Homo sapiens, desde la fabricación de herramientas de piedra al surgimiento de las religiones.

Hace unos veinte años, los residentes del pueblo de Padangtegal en Bali, Indonesia, tenían un problema. El famoso bosque atiborrado de monos que rodeaba el complejo del templo hindú local se había atrofiado: los árboles ya no brotaban ni prosperaban. Dado que yo estaba realizando trabajo de campo en la zona, el jefe del consejo del pueblo, Pak Acin, me pidió a mí y a mi equipo que lo investigara.

Descubrimos que, hace algún tiempo, tanto los lugareños como los turistas que visitaban los templos traían sus alimentos envueltos en hojas de plátano; tras comer, tiraban las hojas usadas al suelo. Pero cuando se volvieron populares las envolturas de plástico para los alimentos, los visitantes tiraban el plástico al suelo del bosque, el cual ahogaba a los árboles más jóvenes.

Le comenté a Pak Acin que limpiaríamos el suelo del bosque y le sugerí que promulgara una ley que prohibiera el uso de plásticos alrededor de los templos. Se rió y nos dijo que una prohibición sería inútil. La única cosa que podía cambiar el comportamiento de las personas eran sus creencias. Lo que necesitamos, dijo, es una diosa del plástico.

A lo largo del siguiente año, nuestro equipo de investigación y nuestros colaboradores balineses no inventamos exactamente una deidad hindú, pero sí aprovechamos las creencias y tradiciones balinesas relacionadas con la armonía entre las personas y los ambientes. Creamos nuevas narrativas sobre el plástico, el bosque, los monos y los templos. Desarrollamos comportamientos rituales sobre el cuidado que forjaron un nuevo tipo de relaciones entre humanos, monos y bosques.

Como resultado de ello, el suelo del bosque y la vegetación rejuvenecieron, los árboles crecieron más fuertes y altos y los monos prosperaron. Lo más importante fue que la comunidad local se benefició, tanto económica como socialmente, de un bosque y templo sanos y vigorosos.

Pak Acin me enseñó que la ciencia y las reglas no pueden asegurar un cambio duradero sin las creencias—la capacidad humana más creativa y destructiva que jamás ha evolucionado—.

La mayoría de la gente asume que “las creencias” se refieren a la religión. Sin embargo, es mucho más que eso. La capacidad de creer es la habilidad de combinar historias y experiencias con la imaginación, de pensar más allá del aquí y el ahora. Le permite a los humanos ver, sentir y conocer una idea que no está inmediatamente presente ante los sentidos, y después concentrar todo su esfuerzo en convertir esa idea en su realidad.

Estamos obligados a creer en ideas y capacidades para poder inventar teléfonos inteligentes (iPhones), construir cohetes espaciales y hacer películas. Debemos creer en el valor de los bienes, las divisas y el conocimiento para construir economías. Se nos obliga a creer en ideales colectivos, constituciones e instituciones para formar naciones. Debemos creer en el amor (algo que nadie puede ver, definir o entender claramente) para comprometerse en una relación.

En mi reciente libro, ¿Por qué creemos?, exploro cómo es que en nuestro linaje evolucionó esta capacidad universal y única de los humanos, con base en los 26 años de investigación que he realizado sobre la evolución, biología y vida cotidiana de los humanos y otros primates. [1] Nota del editor: porciones de este ensayo forman parte del libro ¿Por qué creemos? del mismo autor (Yale University Press, 2019). Nuestra travesía de 2 millones de años hasta desarrollar religiones complejas, filosofías políticas y tecnologías siguen esencialmente un camino de tres pasos: de la imaginación a la construcción de significado y de ahí a los sistemas de creencias. Para rastrear este camino debemos volver a donde este empezó: a las piedras.

Hace poco más de 2 millones de años surgió nuestro género Homo y empujó el camino evolutivo. Sus ancestros homíninos lo habían hecho bastante bien como primates socialmente dinámicos, cognitivamente complejos y fabricadores de herramientas de piedra. Sin embargo, Homo intensificó la dependencia mutua para así defenderse mejor de predadores, forrajear y procesar mejor los alimentos, criar comunitariamente a los infantes y fabricar herramientas líticas más eficaces.

Una de las habilidades que ayudaron al éxito de Homo fue la imaginación—una capacidad que puedes usar ahora para tratar de recrear como es que esto ocurrió—.

Imagina a una representante temprana del género Homo preparando la cena. Ella sabe que las piedras pueden golpearse y percutirse para obtener utensilios filosos para cortar y rasgar. También sabe que las herramientas de piedra que hicieron sus antepasados no tienen una gran eficacia: les toma un largo tiempo arrancar la carne cruda de los cadáveres, machacar y moler las raíces (tubérculos) que han desenterrado, y romper los huesos para obtener la deliciosa médula.

Las hachas de mano achelenses (mostradas aquí) fueron fabricadas por miembros del género Homo hace al menos 1,76 millones de años. Nombradas así en referencia al sitio francés donde fueron identificadas por primera vez, este tipo de herramientas han sido halladas a lo largo de África, Europa y Asia.

Un día ella observa a sus hermanos trabajando para crear herramientas líticas sencillas con un solo filo. Ve, en su mente, que pueden obtenerse bordes cortantes de ambos lados, afilándolos más y balanceando la forma. Crea una representación mental de esa posibilidad—y la convierte en realidad—.

Ella, y sus descendientes, experimentan una remodelación de las piedras más extensa—creando, por ejemplo, las hachas de mano achelenses—. Comienzan a ser capaces de predecir patrones de lasqueado o percusión. Conciben una mayor diversidad de instrumentos para cortar las raíces y la carne cruda y para tallar el hueso y la madera. Traducen sus pensamientos e imaginaciones individuales en realidades colectivas. Cuando realizan un descubrimiento comparten el conocimiento entre sí, acelerando el proceso de invención y amplificando las posibilidades de sus esfuerzos.

Hace unos 500.000 años, Homo ya dominaba la capacidad de moldear la piedra, el hueso, el cuero, los cuernos y la madera en docenas de tipos de herramientas. Algunas de estas eran tan simétricas y con tal sentido estético que algunos científicos especulan que la fabricación de herramientas adquirió un aspecto ritual que conectó a los artesanos de Homo con sus tradiciones y su comunidad. Estos comportamientos rituales pueden haber evolucionado, cientos de miles de años después, en los rituales que hoy observamos en las religiones.

Con sus nuevos artilugios, Homo taló madera, desenterró tubérculos más profundos, recolectó nuevos frutos y hojas e incluyó a una gran variedad de animales en su dieta. Estas actividades—la ampliación de la dieta, la construcción de nuevas ecologías y la alteración del entorno—literalmente remodelaron sus cuerpos y sus mentes.

En respuesta a estas experiencias diversas, Homo desarrollo vías neuronales cada vez más dinámicas que le permitieron volverse más receptivo a su entorno. Durante este periodo de tiempo los cerebros de Homo alcanzaron su tamaño moderno.

Pero sus cerebros no aumentaron su tamaño uniformemente. Algunas partes de los lóbulos frontales—que juegan un papel crucial en los procesos emocionales, sociales, motivacionales y perceptuales, así como en la toma de decisión, la atención y la memoria de trabajo—se expandieron y elaboraron a un mayor ritmo que otras áreas.

Otra región del cerebro que incrementó su tamaño fue el cerebelo. A lo largo de la historia homínina, nuestro linaje añadió aproximadamente 16.000 millones de neuronas cerebelosas más de lo que cabría esperar para un cerebro de nuestro tamaño. Esta antigua estructura cerebral está involucrada con las habilidades sociales sensoriales y motoras, la imitación y las secuencias complejas del comportamiento.

Estos cambios estructurales ayudaron a Homo a generar representaciones mentales más efectivas y expansivas. Lo que surgió fue una imaginación distintivamente humana—la capacidad que nos permite crear y dar forma a nuestro futuro—. También dio lugar al siguiente paso en la evolución de las creencias: la construcción del significado.

La aparición de la imaginación detonó bucles de retroalimentación positiva entre la creatividad, la colaboración social, la enseñanza, el aprendizaje y la experimentación. El advenimiento de la cocina abrió un nuevo paisaje de alimentos y perfiles nutricionales. Al hervir, asar, moler y triturar carne y plantas, Homo maximizó su acceso a las proteínas, grasas y minerales.

Esto les dio la alimentación y energía necesarias para el desarrollo extendido del cerebro infantil e incrementó la conectividad neuronal. Les permitió recorrer mayores distancias. Les dio la posibilidad de que evolucionaran neurobiologías y capacidades sociales que permitieron pasar de imaginar y crear nuevas herramientas, a imaginar y crear nuevas formas de ser humano.

Hace unos 200.000 años, Homo empezó a desarrollar el aspecto artístico. Grupos de Homo sapiens empezaron a colorear sus herramientas de piedra con ocre—pigmentos rojo, amarillo y café hechos de óxido de hierro—. También empezaron a utilizar el ocre para pintar sus cuerpos y las paredes de las cuevas.

Hace unos 200.000 años los humanos decoraban sus herramientas con pigmentos de óxido de hierro llamados ocres. Es una práctica que continua hoy en día, como puede verse en estos ejemplos de la región de Luberon en Francia.

La decoración con ocre requiere procesos cognitivos mucho más complicados que, por ejemplo, un pájaro de la glorieta acomodando piezas de vidrio deslumbrantes y otras piezas alrededor de su nido para atraer a una compañera sexual. Requiere el tipo de secuencias creativas complejas que son posibles gracias a los elaborados lóbulos frontales, un cerebelo denso y relaciones sociales más diversas e intricadas.

Imagina a una Homo sapiens temprana que quiere pintar un hacha de piedra. Ella y sus compañeros deben buscar algunos tipos específicos de rocas y usar una herramienta para raspar los óxidos de hierro. Luego, podrían manipular la química del mineral, mezclándolo con agua para transformarlo en pigmento o calentándolo para convertirlo de amarillo a rojo. Por último, deben aplicar la pintura al hacha, modificando la manera en que la luz se refleja en la superficie—haciéndola ver diferente, convirtiéndola en algo nuevo—.

Cuando los primeros humanos colorearon algo (o alguien) de rojo o amarillo, cambiaba la manera en que percibían esa herramienta, esa cueva o a esa persona. Estaban usando su imaginación para remodelar su mundo para que coincidiera con las percepciones deseadas. Estaban imbuyendo a los objetos y los cuerpos con un nuevo significado.

Poco a poco, establecieron relaciones con grupos cada vez más distantes, compartiendo significados para los objetos que intercambiaban y las interacciones que negociaban. En resumen, Homo sapiens comenzó a participar de manera constante en la creación de significados.

La construcción colectiva de significados cambia la forma en que los seres humanos perciben y experimentan el mundo. Nos permite concretar las cosas salvajemente imaginativas, creativas y destructivas que nos caracterizan. Es durante este período de tiempo que Homo rompió los límites de lo material y lo visible para que el reino de la imaginación pura pudiera hacerse tangible.

Cuando un tifón se estrella contra la tierra, mueve los árboles como si fuesen cerillos y llena el aire con un rugido ensordecedor que ahoga las voces. Durante milenios, los animales que eran sorprendidos por dichas tormentas se asustaban, se acurrucaban y esperaban a que esta pasara. Pero en algún momento, algunos miembros del género Homo comenzaron a darle una explicación.

No sabemos exactamente cuándo sucedió, pero en los últimos cientos de miles de años, los humanos desarrollaron la imaginación, el deseo insaciable por el significado y las habilidades de comunicación necesarias para crear explicaciones de fenómenos misteriosos.

Hace entre 300.000 y 400.000 años, grupos humanos a lo largo del planeta ya estaban creado fuego con palos y piedras, y transportaban cuidadosamente las llamas. Y hace 80.000 años, transportaban agua en cascarones de huevo de avestruz tallados elaboradamente. Fabricaron pegamentos para crear contenedores, se adornaron a sí mismos con cuentas ornamentales, pintaron con pigmentos de diferentes materias primas y grabaron patrones geométricos en conchas, piedras y huesos.

Este tipo de comportamientos multi-secuenciales, hiper-complejos, no pueden imitarse simplemente. Requieren una explicación. Por lo que, cuando los investigadores observamos múltiples instancias de arte abstracto y artesanías creativas, suponemos que los individuos estaban inmersos en un tipo de comunicación profunda y elaborada basada en los significados compartidos.

Hace al menos unos 40.000 a 50.000 años apareció el arte representativo: con imágenes de caza, híbridos de humanos y animales, puestas de sol radiantes y huellas de mano saludando, como si estuvieran indicando un significado a través de la profunda brecha temporal.

Hands painted on a cave wall.

Las impresiones de manos de esta cueva en Borneo, Indonesia, originalmente fueron datadas en hace 10.000 años. Pero más recientemente, algunos de los esténciles de manos y dibujos de animales arrojaron fechamientos de al menos hace 40.000 años.

Una vez que los grupos empiezan a atribuir significados compartidos a objetos que pueden manipular, es fácil el salto para atribuir un significado compartido a un mayor conjunto de elementos que no pueden cambiar: como la lluvia, las inundaciones, los terremotos, los volcanes, los eclipses e, inclusive, la muerte. Tenemos evidencia de que, hace al menos unos cientos de miles de años, los primeros humanos estaban depositando a sus muertos en cuevas. A lo largo de los últimos 50.000 años aparecen distintos ejemplos de prácticas funerarias que se convirtieron cada vez más comunes.

A través del lenguaje, los pensamientos e imaginaciones profundamente arraigados pueden ser transmitidos rápida y efectivamente por individuos a grupos pequeños y después a poblaciones más grandes. Esto dio lugar a estructuras compartidas de significado a gran escala—que es lo que llamamos sistemas de creencias—.

Hace entre 4.000 y 15.000 años, se produjeron numerosas transiciones radicales en muchas poblaciones. Los humanos comenzaron a domesticar plantas y animales. Desarrollaron, junto con la agricultura, importantes capacidades y tecnologías de almacenamiento de alimentos. Los conceptos de propiedad e inequidad aparecieron. Crecieron los pueblos y, eventualmente, las ciudades. Todo esto permitió la formación de asentamientos multi-comunitarios con estructuras políticas y económicas estratificadas.

Esta reestructuración moldeó profundamente, y fue moldeada por, los sistemas de creencias. Hacia el final de este periodo—hace unos 4.000 a 8.000 años atrás—vemos clara evidencia de instituciones religiosas formales: monumentos, lugares de reunión, santuarios y altares.

Existen muchas explicaciones para la evolución de las religiones y, sin embargo, ninguna de ellas es completamente satisfactoria. Algunas propuestas son psicológicas: nuestros antepasados comprendían que otros individuos tenían diferentes estados mentales, motivaciones y albedrío, por lo que atribuyeron esas mismas cualidades a los agentes sobrenaturales para explicar todo, desde un rayo hasta la enfermedad.

Otros investigadores señalan que el surgimiento de enormes comunidades jerárquicas, que se involucraban en procesos de cooperación y guerra a gran escala, están correlacionadas con la aparición de religiones jerárquicas con deidades poderosas y moralizadoras. Algunos científicos sostienen que los “grandes grupos” motivaron la creación de “grandes dioses” que podían hacer cumplir el orden y la cooperación en sociedades rebeldes. Otros investigadores postulan lo contrario: que los humanos crearon primero religiones de un “gran dios” con el fin de coordinar mejor grupos sociales cada vez más grandes.

Incluso hay otros expertos que dicen que la capacidad humana para la imaginación se expandió tanto que fue más allá de lo real y lo posible y se adentró en lo irreal e imposible. Esto generó la capacidad de trascendencia—un aspecto central de la experiencia religiosa—.

Pero, aunque las creencias pueden ser trascendentales, creativas y unificadoras, no todas las creencias humanas son benéficas.

Por ejemplo, muchos humanos creen al día de hoy que el mundo debe ser explotado para nuestro beneficio. Muchos creen que las desigualdades raciales, de género y xenofóbicas son un resultado “natural” de las diferencias inherentes. Muchos creen en el fundamentalismo religioso, científico o político, que a menudo se utiliza como arma en contra de otros sistemas de creencias.

A lo largo de los últimos 2 millones de años, hemos desarrollado una capacidad que ha beneficiado a los seres humanos, pero que también puede traer consigo posibilidades horribles. Está en nuestras manos decidir cómo administramos el uso de ese poder.

Ahora que nos hemos preguntado: ¿Por qué creemos?, deberíamos preguntarnos: ¿Qué queremos creer, por el bien de la humanidad?

 

Escrito por Agustín Fuentes y traducido por Bernardo Yáñez Macías Valadez

Agustín Fuentes, formado en zoología y antropología, es el Edmund P. Joyce, C.S.C. profesor de antropología en la Universidad de Notre Dame. Está interesado tanto en las grandes preguntas como en los pequeños detalles de lo que hace que los humanos y nuestros parientes más cercanos funcionen. Se le puede encontrar persiguiendo monos en selvas y ciudades, explorando las vidas de nuestros antepasados evolutivos, y examinando la vida cotidiana de los seres humanos. Sus exploraciones actuales incluyen los papeles de la creatividad y la imaginación en la evolución humana, la antropología multiespecie, la teoría evolutiva y las estructuras de raza y racismo. Sus libros recientes son ‘Why We Believe’, ‘Race, Monogamy, and Other Lies They Told You: Busting Myths about Human Nature’ y ‘La Chispa Creativa: cómo la imaginación nos hizo humanos’. Síguelo en Twitter @Anthrofuentes.

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