Lo que la antropología del olfato revela sobre la humanidad
Vivian, una curadora de arte radicada en Washington, D.C., se dio cuenta de que tenía COVID-19 en diciembre de 2020. [1] [1] Para proteger su anonimato, solo se utilizan los nombres de pila de las personas con anosmia que fueron entrevistadas para este artículo. “Compré un árbol y lo llevé a casa”, recuerda. “Y pensé: este árbol no tiene olor. ¿Qué me han vendido? ¿Es un árbol malo?”.
Para Vivian, el momento supuso algo más que la frustración por un “árbol malo”. La pérdida del olfato la dejó incapaz de evocar recuerdos e incluso afectó a su sentido del sí misma.
“Esa Navidad fue muy dura”, dice. “Ese olor a pino que me encanta, que asocio con la infancia y con mi padre… ya no está. Quieres agarrar algo, y estás agarrando la nada. Afecta a mi sentido de ser una persona. Sigo siendo quien soy, pero se ha ido algo que es muy vital para mi vida”.
El número de personas que experimentan una pérdida o distorsión del olfato ha aumentado astronómicamente durante la pandemia de la COVID-19. Un estudio indica que hasta el 62 % de los pacientes que dieron positivo en las pruebas del virus experimentaron pérdida de olfato (lo que se conoce clínicamente como anosmia).
Muchas personas con anosmia sufren sentimientos de desconexión, aislamiento y depresión. Cuando la COVID-19 le robó el sentido del olfato a Abra, una gerente de comunicaciones que vive en San Francisco, dice que “le quitó todo el color a la vida”. Abra tuvo suerte y poco a poco empezó a recuperar el sentido del olfato. Pero muchas personas permanecen en un mundo sin olor años después de su diagnóstico.
El profundo impacto que la pérdida del olfato tiene en la vida de las personas subraya lo central que es la experiencia del olfato para el ser humano. Aunque la COVID-19 ha centrado la atención en el olfato, los antropólogos llevan décadas olfateando los matices de este misterioso y poderoso sentido: cómo se conecta con nuestra evolución, nuestros recuerdos, nuestra diversidad cultural y nuestro bienestar emocional.
PELIGRO Y DELICIA: LA EVOLUCIÓN DEL OLFATO
Los seres humanos suelen ser descritos como criaturas visuales, pero nuestras capacidades olfativas están infravaloradas. Mientras que muchas personas pueden discriminar entre varios millones de colores y casi medio millón de tonos auditivos diferentes, podemos oler más de un billón de olores.
El olor “tiene una dimensionalidad infinita”, dice Matthew Cobb, neurobiólogo evolutivo de la Universidad de Manchester. Sin embargo, el olfato sigue siendo claramente enigmático, añade. “Entendemos cómo funciona la visión, cómo funciona el oído, y más o menos cómo funciona el gusto, cómo funciona el tacto, pero no el olfato. No sabemos cuáles son las reglas”.
El olfato es uno de los primeros sentidos que evolucionaron, y es un elemento esencial de supervivencia para muchas criaturas. Dirige a los organismos hacia el alimento y las parejas, y los aleja de amenazas como las toxinas y los depredadores. “Confiamos en los olores como pista de que algo va mal”, dice Kara Hoover, antropóloga biológica de la Universidad de Alaska.
Melissa, una locutora de Nueva York, se dio cuenta de lo crucial que es el olor para permanecer a salvo cuando perdió el sentido del olfato. “No dejaba de quemar cosas en la estufa”, dice. “He puesto pavo podrido en la merienda de mi hijo. He pensado: ¿Y si acabo muriendo por no poder oler algo peligroso, como saber si se va a quemar la casa? Literalmente, he estado a punto de hacerlo tres veces. Hay llamas y yo solo estoy sentada en la otra habitación”.
Los seres humanos pueden incluso oler el miedo —un importante indicio social de que hay una amenaza cerca—. En un estudio, los investigadores recogieron el sudor de los participantes que vieron una comedia y una película de miedo. Otro grupo de sujetos, con frecuencia, pudo identificar correctamente el sudor de los espectadores de la película de miedo.
La capacidad del Homo sapiens para detectar el peligro y los alimentos deliciosos puede habernos dado una ventaja evolutiva sobre otras especies. Los antropólogos han descubierto que las partes del cerebro humano asociadas al olfato y la cognición son un 12 % más grandes que las de los neandertales. Los investigadores especulan que esto puede haber permitido al H. sapiens consumir una mayor variedad de alimentos y reconocer mejor a los congéneres, lo que contribuye a la cohesión del grupo.
En su libro de 2021, Delicious: The Evolution of Flavor and How It Made Us Human (Delicioso: la evolución del sabor y cómo nos hizo humanos), el ecólogo Rob Dunn y la antropóloga médica Mónica Sánchez plantean la hipótesis de que la capacidad de oler aromas complejos hizo avanzar la evolución humana porque permitió a las personas antiguas disfrutar de sabores más complejos. Cuando se cocina, “la carne pasa de tener decenas de aromas a tener cientos de compuestos aromáticos diferentes”, dijo Dunn a The Guardian. Dunn y Sánchez sostienen que el deseo de tener carne cocida aromática puede haber llevado a los primeros humanos a controlar el fuego y a inventar mejores herramientas de piedra para hacer barbacoas.
Además, la comida cocinada es más segura, más fácil de digerir y aporta más calorías que la carne cruda. Así, algunos científicos han sugerido que la comida cocinada permitió a nuestros antepasados desarrollar sistemas digestivos más pequeños y cerebros más grandes. Esta idea, algo controvertida, afirma que cocinar la carne nos hizo humanos.
PAISAJES OLFATIVOS: LA ANTROPOLOGÍA DEL OLOR Y EL MEDIO AMBIENTE
A medida que los antiguos humanos se extendieron por el planeta, se encontraron con innumerables olores y aromas nuevos, y sus sistemas olfativos se adaptaron. Hoover y un grupo interdisciplinario de colegas descubrieron que los humanos contemporáneos tienen más variación de proteínas en sus receptores olfativos que otros simios bípedos, como los neandertales y los denisovanos. “Esto puede significar que nos dio mucha más flexibilidad como especie para adaptarnos a nuestros entornos”, dice.
Los genes de los receptores olfativos humanos también varían enormemente entre individuos, poblaciones, sexos y grupos de edad. Los científicos creen que la cultura y el entorno desempeñan un papel importante. “La expresión del gen se altera con la experiencia”, explica Cobb.
“Las desigualdades sensoriales” —el acceso desigual, a menudo racializado, a entornos sensoriales saludables— pueden conducir a la pérdida del olfato.
Estas diferencias culturales olfativas se manifiestan de muchas maneras. Para los ongee de las islas Andamán, un archipiélago del océano Índico, el olor define el universo y todo lo que hay en él. Consideran que el olor es la fuente de la personalidad y piensan que sus espíritus residen en la nariz. Su calendario se basa en las fragancias de las flores que florecen en distintas épocas del año. Dan a cada estación el nombre de un olor concreto y creen que posee su propia “fuerza aromática”.
Otras sociedades tienen una relación más ambigua con el olor. Muchas culturas occidentales asocian los malos olores con la profanación social y moral, y esta actitud afecta a los comportamientos de inclusión y exclusión social. En Estados Unidos, por ejemplo, eliminar los olores corporales mediante desodorantes es un ideal de autocontrol. Como resultado, los euroamericanos tienen una tolerancia al olor corporal diferente a la de sus antepasados europeos.
Esta variación cultural se debe, en parte, a las variaciones en los “paisajes olfativos” entre las zonas rurales y urbanas. Algunos cazadores-recolectores, como los jahai que viven en la selva tropical de la península malaya, tienen un mejor sentido del olfato que los pueblos asentados, incluso los horticultores de la misma región.
Los seri, o comcaac, de Sonora (México), hablan una lengua con muchas palabras para referirse a los olores y metáforas olfativas de las emociones. Sin embargo, a medida que la comunidad se fue urbanizando y “desodorizando”, perdieron el contacto con los olores de ciertas plantas y animales, como la carne de buitre, de tortuga verde y de caracol. Estos cambios radicales en los estímulos olfativos provocaron la pérdida del lenguaje y los conocimientos medicinales, según un estudio publicado en Anthropological Linguistics. Los investigadores sugieren que la conexión entre la pérdida de olores y la pérdida de diversidad lingüística hace urgente el estudio de los paisajes olfativos y su significado cultural.
Además de los cambios en el léxico olfativo, las variaciones en el entorno construido también pueden dar lugar a lo que Hoover denomina “desigualdades sensoriales”: un acceso desigual, a menudo racializado, a entornos sensoriales saludables. Algunas de estas desigualdades pueden conducir a la pérdida de olfato.
El riesgo de disfunción olfativa aumenta con factores sociales como la pobreza, la raza y la educación. Uno de los principales factores de riesgo es la contaminación, que tiende a ser peor en las zonas de bajo nivel socioeconómico. “La disfunción olfativa causada por la contaminación es un caso claro de desigualdad sensorial”, ha escrito Hoover, “y debe situarse en el contexto de la injusticia medioambiental y la investigación sobre la disparidad sanitaria”.
Al igual que la COVID-19, la anosmia no se distribuye uniformemente entre las poblaciones, y un estudio descubrió que las minorías racializadas y las mujeres corrían un mayor riesgo de sufrir anosmia causada por la COVID-19. Estas desigualdades son especialmente preocupantes dada la estrecha relación del olfato con la salud mental.
OLOR, MEMORIA Y EMOCIONES
El olfato humano es único porque, a diferencia de los demás sentidos, el olor se procesa en el área límbica del cerebro, que está implicada en la emoción y la memoria. Esta disposición significa que una persona reacciona a un olor antes de tener la oportunidad de pensar en él, y los olores pueden tener una conexión duradera con las emociones.
La antropóloga social Bettina Beer realizó una investigación en Filipinas entre los boholanos, que tienen un rico léxico olfativo. Beer descubrió que los recuerdos relacionados con los estímulos olfativos que se aprenden en la infancia son especialmente resistentes al cambio y desempeñan un papel clave en la socialización y la enculturación tempranas.
“El olor tiene un poder extraordinario”, explica Cobb. “Hueles un olor y puedes pensar, Eso es un perfume. O, Dios mío, es el perfume de mi tía Betty de hace 50 años. Y te transporta directamente a como solía ser. Es cualitativamente diferente de otros sentidos. Una canción puede recordarte el lugar. Pero un olor te lleva allí”.
La razón, dice Cobb, es que el recuerdo queda marcado con ese olor. Pero ¿qué ocurre con esos recuerdos y emociones cuando la gente pierde el sentido del olfato?
“Hay luto. Hay tristeza”, dice Vivian. “Me encantaba cómo olía mi novio, y no podía olerlo. … Era un recuerdo. … Cambió mi relación, mi percepción del mundo, [de] todo, de forma negativa”.
Comer es especialmente trágico para Vivian, porque cuando las personas pierden el sentido del olfato, también pierden la mayor parte de su capacidad de experimentar el sabor. “Es como si comieras con un recuerdo de cómo sabía la comida”, explica. “Estás consumiendo un proceso de pensamiento. Así es como solía oler esto. Estás viendo la vida como un recuerdo, y así es como tienes que vivir tu vida”.
Marlene, una escritora radicada en el Reino Unido, dice que perder el sentido del olfato tras un grave traumatismo craneal “borró todo el placer de mi vida. No sabes dónde estás porque nada huele bien. Las personas que quieres no huelen bien”.
Se sabe poco sobre cómo recuperar el olfato perdido, aunque las pruebas preliminares indican que el entrenamiento olfativo —la inhalación consciente de diferentes olores varias veces al día— puede ayudar. Aun así, algunas personas sufren anosmia de forma permanente, y otras tardan años en recuperarse.
“No olí la primavera ni la hierba durante varios años, y lo acepté”, dice Marlene. Entonces, un día dio un paseo por un bosque, “y de repente fue como si esta gran nube verde de algodón de azúcar me rodeara, y pude oler la hierba”.
Para personas como Marlene, volver a experimentar el olor es algo más que saborear la fragancia de la hierba o de un árbol; se trata de recuperar una parte esencial de su humanidad.