¿Puede el ADN antiguo apoyar las historias indígenas?
A PRINCIPIOS DEL siglo XX, dos arqueólogos aficionados excavaron sin descanso en las llanuras de la provincia argentina de Santiago del Estero. Los hermanos franceses Emilio y Duncan Wagner “rescataron” piezas de cerámica y restos humanos —sobre todo cráneos—. Basándose en las similitudes superficiales de las decoraciones cerámicas, llegaron a la conclusión de que los objetos habían sido fabricados por una gran civilización emparentada con los constructores de montículos con las culturas constructoras de túmulos de Norteamérica o con las culturas de la época clásica del Mediterráneo.
En particular, sostenían que este “Imperio de las llanuras” no tenía ningún vínculo con los pueblos indígenas que vivían en la región en aquella época.
Las interpretaciones de los hermanos Wagner sobre el pasado prehispánico de las tierras bajas de Santiago del Estero pronto fueron descartadas por la comunidad científica. Pero la idea de una civilización perdida hace mucho tiempo sigue impregnando el imaginario colectivo local y da forma a las representaciones públicas de los pueblos indígenas. Incluso el libro de 1934 de los Wagner, que presentaba sus mitos de origen de la provincia, ha sido reeditado recientemente para ser distribuido gratuitamente en instituciones educativas.
Como arqueogenetista —es decir, una antropóloga biológica que estudia el ADN antiguo— he reflexionado mucho sobre cómo las conexiones con el pasado ayudan a construir identidades en el presente. En comparación con las conclusiones infundadas de los Wagner, los análisis genéticos se basan en una teoría científica sólida y en sofisticados métodos estadísticos. Pero incluso los datos de ADN requieren interpretaciones, que a menudo tienen el mismo potencial para reafirmar o cuestionar las propias narrativas de los pueblos.
Si los arqueogenetistas presentamos datos sin los recaudos adecuados, podemos llegar a reforzar discursos dominantes errados acerca de la raza, identidad y pertenencia. La investigación genética responsable requiere una colaboración equitativa con los grupos afectados por la investigación, aunque crear confianza entre los investigadores y estas comunidades requiere tiempo y compromiso.
IDENTIDADES INDÍGENAS
Al igual que en otros países sudamericanos, los intelectuales y agentes del Estado argentinos de mediados del siglo XIX al XX representaron la identidad nacional como mestiza, es decir, de ancestros u orígenes mezclados. Los componentes indígenas y africanos de la ascendencia de la población pasaron a ser olvidados por muchos y, en palabras del antropólogo argentino José Luis Grosso, una “poderosa ausencia” en el futuro imaginado de la nueva Nación.
En Santiago del Estero, situada entre los sistemas fluviales de los ríos Paraná y Paraguay y la cordillera de los Andes, en el norte de Argentina, el rico registro arqueológico sirvió de base para una narrativa de “extinción indígena”. El estereotipo del habitante rural de Santiago pronto se convirtió en el del campesino mestizo: alguien con una vida tradicional basada en la agricultura de subsistencia, caza, pesca en los ríos, recolección de frutos y leña y trabajo estacional en el obraje.
La representación de los pueblos indígenas como desaparecidos, que solo existen en un pasado remoto, persiste en un museo local que lleva el nombre de los hermanos Wagner. En el Museo de Ciencias Antropológicas y Naturales Emilio y Duncan Wagner, las vasijas de cerámica se exhiben por su mero valor estético, sin mucha información sobre las sociedades que las fabricaron.
Aunque borrados de la historia oficial, los campesinos de Santiago se aferraron a las memorias indígenas. En las últimas dos décadas, la organización colectiva indígena y las demandas de reconocimiento por parte del gobierno se han acelerado. El Estado argentino reconoce ahora a 98 “comunidades” indígenas, cuyos miembros pertenecen a seis “pueblos” indígenas de la provincia.
El resurgimiento de las identidades étnicas entre el campesinado santiagueño puede entenderse mejor en el contexto de los acalorados —y a veces violentos— conflictos territoriales a medida que avanza la frontera agrícola. Según Greenpeace Argentina, solo en 2022 se talaron en Santiago del Estero bosques nativos que ocupan una superficie casi cuatro veces mayor que la de Manhattan. La deforestación no solo agrava el cambio climático, sino que también destruye los medios de vida de la población rural e indígena y obliga a su desplazamiento.
Frente a esta amenaza, las comunidades indígenas con reconocimiento oficial disponen de mejores recursos legales para exigir la propiedad colectiva de las tierras que habitan. Según la legislación argentina, el primer paso para obtener este derecho es un estudio técnico realizado por el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas. Este implica cartografiar el territorio que ocupan y también realizar un informe histórico y antropológico sobre las “conexiones materiales y simbólicas… de la comunidad con la tierra”.
CUANDO EL ADN ARROJA DUDAS
Aquí es donde los estudios de ADN antiguo entran en escena. Cuando se presentan como “datos duros”, los resultados genéticos suelen ser vistos como fuentes de conocimiento más objetivas y legítimas que las Historias Orales tradicionales y las memorias colectivas.
Como arqueogenetista argentina, me preocupa que mi campo pueda socavar las narrativas indígenas sobre su continuidad en el territorio.
Entre los numerosos casos denunciados en todo el mundo, destaca uno en particular porque involucró a los Huarpe, un Pueblo indígena de lo que hoy es Argentina. En 2021 estalló la polémica sobre un estudio de ADNantiguo fruto de la colaboración entre centros de investigación argentinos, británicos y daneses.
Los científicos secuenciaron genomas parciales de individuos de unos 1.500 años de antigüedad procedentes de las Cuevas de Calingasta, en San Juan, provincia argentina situada al suroeste de Santiago del Estero. Para recuperar el ADN, trituraron y disolvieron químicamente un diente, un hueso del oído interno y liendres de piojos del cabello de cuerpos momificados (las células de la piel del cuero cabelludo quedan atrapadas en el cemento que segregan los piojos para fijar sus huevos al cabello).
A través de la comparación de los genomas incompletos de estos individuos con un conjunto de datos genómicos de “poblaciones indígenas americanas” actuales y antiguas, los genetistas llegaron a la conclusión de que “los pueblos originarios de San Juan” llegaron de la Amazonía hace unos 2.000 años. Los autores interpretaron que la población actual de San Juan no está relacionada con los “huarpes originales” y que tiene “una ascendencia muy reciente, que se remonta solo a dos o tres generaciones”. También afirmaron que los pueblos indígenas de Argentina “fueron erradicados en el siglo XX”.
Poco después de que la prensa argentina se hiciera eco del estudio, este recibió reacciones negativas de los huarpes, que consideraron la investigación “una falta de respeto a los cuerpos de nuestros ancestros”. Para ellos, los resultados genéticos se utilizaron para refutar sus identidades y filiación con el territorio que habitan en la actualidad. Los huarpes también condenaron los términos discriminatorios “originario” y “no originario” utilizados por algunos de los autores de la investigación al referirse a las poblaciones nativas de la provincia de San Juan.
Dado que el estudio solo presentaba genomas incompletos de tres individuos, es posible que la interpretación científica cambie con más pruebas. Entonces, es importante que los arqueogenetistas tengan en cuenta los posibles perjuicios de publicar resultados concluyentes basados en datos limitados —y exclusivamente genéticos—.
ANTIGUA PRESENCIA
Por otro lado, los datos genéticos también pueden servir para las reivindicaciones territoriales y las demandas de reconocimiento de los indígenas. Para mi investigación doctoral, analicé el ADN mitocondrial —un pequeño bucle de código genético heredado por vía materna— de 45 individuos que vivían en lo que actualmente es Santiago del Estero antes de la colonización española, hace aproximadamente 500 años.
Cuando comparé los linajes maternos de los individuos antiguos con los de los habitantes actuales de la provincia, observé que muchos compartían secuencias genéticas casi idénticas. Esto sugiere que los pueblos contemporáneos descienden de aquellos que vivieron, al menos, cinco siglos antes.
Para profundizar aún más en esta continuidad genética, mis colegas de la Universidad Nacional de Córdoba han identificado varios linajes maternos en las poblaciones locales que pueden remontarse al menos 8.000 años atrás. Estos resultados contradicen la idea de los hermanos Wagner de un vínculo roto entre los pueblos actuales y los primeros habitantes de Santiago.
No obstante, nuestro trabajo merece una reflexión crítica. El ADN que analicé se extrajo de dientes tomados hace una década de restos humanos almacenados en colecciones de museos, sin consultar a las comunidades locales. Además, mis colegas y yo reconocemos que la arqueogenética no es la única forma de reconstruir algo tan complejo como el pasado humano. Cada línea de evidencia tiene sus puntos fuertes y sus limitaciones. Por eso, los resultados de la genética no deben considerarse por sí solos, sin la corroboración de las historias indígenas y las evidencias arqueológicas.
En repetidas ocasiones, líderes indígenas como Solita Pereyra de la Nación Tonokoté han declarado que su Historia Oral remonta su pertenencia a las tierras bajas de Santiago del Estero al poblamiento inicial del territorio por sus antepasados. Además, han afirmado que los arqueólogos y antropólogos no han incorporado la visión indígena en sus interpretaciones —pero que deberían hacerlo—.
FUTURO COLABORATIVO
Los Wagner contrataron a lugareños para realizar el duro trabajo de sus excavaciones, bajo el sol abrasador de las llanuras de Santiago. En aquella época, esta era la única oportunidad que tenían los habitantes de acercarse e interactuar con su patrimonio arqueológico.
Los arqueólogos perpetuaron estas interacciones colonialistas con las poblaciones marginadas de Santiago hasta finales del siglo XX. Teniendo esto en cuenta, junto con la persistente influencia de los Wagner en los museos locales y las narrativas populares, los Tonokoté y otros Pueblos indígenas se han mostrado reacios a colaborar con arqueólogos no indígenas. Al igual que otras comunidades indígenas, ellos perciben la investigación arqueológica como una amenaza para sus intereses culturales y políticos.
Sin embargo, en la última década, los proyectos arqueológicos de la provincia han empezado a desarrollar actividades de comunicación de la ciencia con las comunidades locales. Algunas iniciativas se crearon para informar a las políticas educativas y mejorar la comprensión de la historia indígena por parte de la sociedad argentina en general.
En comparación con los arqueólogos tradicionales, los investigadores arqueogenéticos de Latinoamérica estamos rezagados en nuestros esfuerzos de reflexión crítica y decolonial.
El camino hacia la creación de relaciones de colaboración y confianza entre las comunidades indígenas o rurales y los arqueogenetistas será largo y complicado. Estas alianzas son necesarias, no solo para proceder de un modo más ético y responsable, sino también para producir mejor ciencia.
Entrelazar las historias indígenas con las futuras investigaciones genéticas podría ayudar a corregir los discursos dominantes erróneos del pasado de Santiago del Estero. Estas fuentes de conocimiento atestiguan la continuidad indígena en el territorio y la conexión con sus antepasados, a pesar de siglos de explotación, desalojo e invisibilización.